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Entre todos los acontecimientos de la prehistoria judía que los poetas y los sacerdotes trataron de suprimir..
Se trata del asesinato de Moisés, el gran
conductor y libertador, crimen que Sellin pudo colegir a través de alusiones contenidas en
los libros de los profetas. No cabe calificar de fantástica la hipótesis de Sellin, pues tiene
suficientes visos de probabilidad. Moisés, discípulo de Ikhnaton, tampoco empleó métodos
distintos a los del rey: ordenó, impuso al pueblo su creencia. La doctrina de Moisés quizá
fuera aún más rígida que la de su maestro, pues ya no necesitaba ajustarse al dios solar,
dado que la escuela de On carecía de todo significado para el pueblo extranjero. Tanto
Moisés como lkhnaton sufrieron el destino de todos los déspotas ilustrados. El pueblo judío
de Moisés era tan incapaz como los egipcios de la dinastía XVIII para soportar una religión
tan espiritualizada, para hallar en su doctrina la satisfacción de sus anhelos. En ambos casos
sucedió lo mismo: los tutelados y oprimidos se levantaron y arrojaron de sí la carga de la
religión que se les había impuesto. Pero mientras los apacibles egipcios esperaban hasta que
el destino hubo eliminado a la sagrada persona del faraón, los indómitos semitas tomaron el
destino en sus propias manos y apartaron al tirano de su camino.
Tampoco se puede negar que el texto bíblico, tal como se ha conservado, induce a
aceptar este fin de Moisés. La narración de la «peregrinación por el desierto» -que bien
puede corresponder a la época del dominio de Moisés- describe una serie de graves
sublevaciones contra su autoridad, que -de acuerdo con la ley de Jahve- son reprimidas con
sangrientos castigos. Es fácil imaginarse que alguna de estas revueltas tuviese un desenlace
distinto del que refiere el texto. Este también nos narra la apostasía del pueblo, aunque lo
hace en forma meramente episódica. Trátase de la historia del becerro de oro, en la cual,
gracias a un hábil giro, se atribuye al propio Moisés el haber quebrado en su cólera las
Tablas de la Ley, acto que debería comprenderse en sentido simbólico («él ha quebrado la
ley»).
Llegó una época en la cual se lamentó el asesinato de Moisés y se trató de olvidarlo;
sin duda, esto ocurrió en el tiempo del encuentro en Qadesh. Pero abreviando el intervalo
entre el Éxodo y la institución religiosa en el oasis, haciendo que en ésta interviniera
Moisés en lugar de aquel otro personaje, no sólo quedaban satisfechas las exigencias de la
gente de Moisés, sino que también se lograba negar el hecho penoso de su violenta
eliminación. En realidad es muy poco probable que Moisés hubiese podido tomar parte en
los sucesos de Qadesh, aunque su vida no hubiera tenido un fin prematuro.
Ha llegado el momento de intentar una aclaración de las relaciones cronológicas
entre estos hechos. Hemos dejado establecido el Éxodo de Egipto en la época que sigue al
fin de la dinastía XVIII (1350 a. J. C.). Puede haber ocurrido entonces o poco más tarde,
pues los cronistas egipcios incluyeron los siguientes años de anarquía en la regencia de
Haremhab, que le puso fin y que gobernó hasta 1315 a. J. C. El más próximo, pero también
el único dato cronológico, lo ofrece la estela de Merneptah (1225-1215 a. J. C.), que celebra
el triunfo sobre Isiraal (Israel) y la devastación de sus simientes (?). Por desgracia, la
interpretación de este jeroglífico es dudosa, pero se lo acepta como prueba de que ya
entonces había tribus israelitas radicadas en Canaán. E. Meyer deduce con acierto de esta
estela que Merneptah no pudo haber sido el faraón en cuya época se produjo el Éxodo,
como anteriormente se venía aceptando. El Éxodo debe corresponder a una época anterior;
por lo demás, es vano preguntarse quién reinaba a la sazón, pues no hay tal faraón del
Éxodo, ya que éste se produjo durante un interregno. Mas el descubrimiento de la estela de
Merneptah tampoco arroja luz sobre la posible fecha de la unión y de la conversión
religiosa en Qadesh. Lo único cierto es que tuvieron lugar en algún momento entre 1350 y
1215 a. J. C. Sospechamos que, dentro de ese siglo, el Éxodo está muy próximo a la
primera de esas fechas, y los sucesos de Qadesh no se alejan demasiado de la segunda.
Quisiéramos reservar la mayor parte de este período para situar el intervalo que medió entre
ambos hechos, pues nos es preciso contar con cierto lapso para que se apaciguaran entre los
emigrantes las pasiones agitadas por el asesinato de Moisés y para que la influencia de su
gente, de los levitas, aumentara en la medida que presupone el compromiso de Qadesh.
Quizá bastaran para ello dos generaciones, unos sesenta años; pero este intervalo casi es
demasiado exiguo. La fecha que arroja la estela de Merneptah viene a trastornar nuestros
cálculos, pues es demasiado temprana; por otro lado, ya que en nuestra construcción cada
hipótesis sólo se funda sobre otra anterior, confesamos que estas consideraciones
cronológicas descubren un lado débil de nuestros argumentos. Por desgracia, todo lo
concerniente al establecimiento del pueblo judío en Canaán no es menos incierto y confuso.
Quizá nos quede el recurso de aceptar que el nombre inscrito en la estela de Israel no se
refiera a las tribus cuyo destino intentamos perseguir, que más tarde se fundieron para
formar el pueblo israelita. Ello no sería imposible, pues también pasó a este pueblo el
nombre de los Habiru (= hebreos), de la época de Amarna.
Cualquiera que sea la fecha en que las tribus se reunieron para formar una nación al
aceptar una religión común, este suceso fácilmente podría haber quedado reducido a un
acto bastante intrascendente para la historia de la humanidad. En tal caso, la nueva religión
habría sido arrastrada por la corriente de los hechos; Jahve habría podido ocupar su plaza
en la procesión de los dioses pretéritos que concibió Flaubert; de su pueblo se habrían
«perdido» las doce tribus, y no sólo las diez que los anglosajones buscaron durante tanto
tiempo. El dios Jahve, a quien Moisés el madianita condujo un nuevo pueblo,
probablemente no fuera en modo alguno un ente extraordinario. Era un dios local, violento
y mezquino, brutal y sanguinario; había prometido a sus prosélitos la «tierra que mana
leche y miel», y los incitó a exterminar «con el filo de la espada» a quienes la habitaban a la
sazón. Es en verdad sorprendente que a pesar de todas las refundiciones aún queden en el
texto bíblico tantos datos que permiten reconocer el carácter original del dios. Ni siquiera
es seguro que su religión fuese un verdadero monoteísmo, que negase categoría divina a las
deidades de otros pueblos. Probablemente se limitara a afirmar que el propio dios era más
poderoso que todos los dioses extranjeros. Si, pese a esto, todo siguió más tarde un curso
distinto del que permitían suponer tales comienzos, ello sólo pudo obedecer a un hecho:
Moisés, el egipcio, había dado a una parte del pueblo una representación divina más
espiritualizada y elevada, la noción de una deidad única y universal, tan dotada de infinita
bondad como de omnipotencia, adversa a todo ceremonial y a toda magia; una deidad que
impusiera al hombre el fin supremo de una vida dedicada a la verdad y a la justicia. En
efecto, a pesar de lo fragmentarias que son nuestras informaciones sobre los elementos
éticos de la religión de Aton, no puede carecer de importancia el que Ikhnaton siempre se
calificara a sí mismo, en sus inscripciones, como «el que vive en Maat» (Verdad, Justicia).
A la larga, nada importó que el pueblo, quizá ya al poco tiempo, rechazara la doctrina de
Moisés y lo eliminara a él mismo, pues subsistió su tradición, cuya influencia logró, aunque
sólo paulatinamente, en el curso de los siglos, lo que no alcanzara el propio Moisés. El dios
Jahve adquirió honores inmerecidos cuando, a partir de Qadesh, se le atribuyó la hazaña
libertadora de Moisés, pero tuvo que pagar muy cara esta usurpación. La sombra del dios
cuyo lugar había ocupado se tornó más fuerte que él; al término de la evolución histórica
volvió a aparecer, tras su naturaleza, el olvidado dios mosaico. Nadie duda de que sólo la
idea de este otro dios permitió al pueblo de Israel soportar todos los golpes del destino y
sobrevivir hasta nuestros días.
En el triunfo final del dios mosaico sobre Jahve ya no puede comprobarse la
participación de los levitas. Cuando se selló el compromiso de Qadesh, estos habían
defendido a Moisés, animados aún por el recuerdo vivo de su amo, cuyos secuaces y
compatriotas eran. Pero en los siglos ulteriores terminaron por confundirse con el pueblo o
con la clase sacerdotal, y precisamente los sacerdotes asumieron la misión cardinal de
desarrollar y vigilar el ritual, de guardar y refundir según sus propios designios los libros
sagrados. Pero ¿acaso todo sacrificio y todo ceremonial no eran, en el fondo, sino la magia
y hechicería que la antigua doctrina de Moisés había condenado incondicionalmente ? Mas
entonces surgieron del pueblo, en interminable sucesión, hombres que no descendían
necesariamente de la gente de Moisés, pero que también se sentían poseídos por la grande y
poderosa tradición que paulatinamente había ido creciendo en la sombra; y fueron estos
hombres, los profetas, quienes proclamaron incansablemente la antigua doctrina mosaica,
según la cual el dios condenaba los sacrificios y el ceremonial, exigiendo tan sólo la fe y la
consagración a la verdad y a la justicia (Maat). Los esfuerzos de los profetas tuvieron éxito
duradero; las doctrinas con las que restablecieron la vieja creencia se convirtieron en
contenido definitivo de la religión judía. Suficiente honor es para el pueblo judío que haya
logrado mantener viva semejante tradición y producir hombres que la proclamaran, aunque
su germen hubiese sido foráneo, aunque la hubiese sembrado un gran hombre extranjero.
No me sentiría seguro en este terreno si no pudiese referirme al juicio de otros
investigadores idóneos que consideran en igual forma la significación de Moisés para la
historia de la religión judía, aunque no acepten su origen egipcio. Así, por ejemplo, dice
Sellin: «Por consiguiente, en principio debemos representarnos la verdadera religión de
Moisés, la creencia en el dios único, ético, que ella proclama, como atributo de un pequeño
círculo del pueblo. En principio, no podremos esperar hallarla en el culto oficial, en la
religión de los sacerdotes, en las creencias populares. Sólo podemos contar, en principio,
con que ora aquí ora allá, vuelva a inflamarse alguna vez una chispa de la gran
conflagración espiritual que otrora provocara; que sus ideas no hubiesen muerto, sino que
influyeran silenciosamente sobre las creencias y las costumbres, hasta que alguna vez, tarde
o temprano, bajo el influjo de vivencias poderosas o de personalidades profundamente
imbuidas de este espíritu, volviesen a surgir con mayor potencia y lograsen dominio sobre
las grandes masas del pueblo. En principio, la historia de la antigua religión israelita debe
considerarse desde este punto de vista. Quien pretendiera reconstruir la religión mosaica de
acuerdo con la forma en que las crónicas históricas nos la describen en la vida popular
durante los primeros cinco siglos en Canaán, cometería el más grave error metodológico.»
Volz se expresa aún más claramente: considera «que la gigantesca obra de Moisés sólo fue
comprendida y aplicada, al principio, muy débil y escasamente, hasta que en el curso de los
siglos se impuso cada vez más, y por fin encontró en los grandes profetas espíritus afines
que continuaron la obra del solitario sembrador».
Con esto he llegado al término de mi trabajo, que en realidad sólo estaba destinado
al único fin de adaptar la figura de un Moisés egipcio a la historia judía. Expondré en
breves fórmulas el resultado alcanzado. A las conocidas dualidades de la historia judía -dos
pueblos que se funden para formar una nación, dos reinos en que se desmiembra esta
nación, dos nombres divinos en las fuentes de la Biblia- agregamos dos nuevas dualidades:
dos fundaciones de nuevas religiones, la primera desplazada por la segunda y más tarde
resurgida triunfalmente tras aquélla; dos fundadores de religiones, denominados ambos con
el mismo nombre de Moisés, pero cuyas personalidades hemos de separar entre sí. Mas
todas estas dualidades no son sino consecuencias forzosas de la primera: de que una parte
del pueblo sufrió una experiencia que cabe considerar traumática y que la otra parte eludió.
Al respecto aún queda mucho por considerar, por explicar y confirmar; sólo entonces
podría justificarse, en realidad, el interés dedicado a nuestro estudio, puramente histórico.
Sería, por cierto, una tarea tentadora la de estudiar, en el caso especial del pueblo judío, en
qué consiste la índole intrínseca de una tradición y a qué se debe su particular poderío; cuán
imposible es negar el influjo personal de determinados grandes hombres sobre la historia de
la humanidad; qué profanación de la grandiosa multiformidad de la vida humana se comete
Al no aceptar sino los motivos derivados de necesidades materiales; de qué fuentes derivan
ciertas ideas, especialmente las religiosas, la fuerza necesaria para subyugar a los
individuos y a los pueblos. Semejante continuación de mi trabajo vendría a relacionarse con
opiniones formuladas hace veinticinco años en Totem y tabú; pero ya no me siento con
fuerzas suficientes para realizar esta labor.