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Los diecisiete soldados españoles muertos en Afganistán son los héroes que nos defendían de los males que amenazan a nuestras familias, a nuestras libertades, a nuestra civilización humanista y racionalista.
Estaban donde despertó el peor fanatismo del islamismo sunnita, impulsado por el éxito previo de la revolución chiíta de Irán, y que se lanzó con aviones y atentados en trenes y metros contra nuestro mundo, asesinando también a millares de musulmanes menos exaltados.
Afaganistán era la base del Bin Laden que quiere recuperar Al Andalus, y de los talibanes, esa locura que destruía venerables monumentos, que asesinaba mujeres que caminaban solas, que lapidaba a quien enseñara a leer a las niñas o a quien no rezara con entusiasmo público al menos seis veces al día.
No fueron los norteamericanos, como se dice ingenuamente, quienes impulsaron a los talibanes ayudándolos a luchar contra la URSS. Lo que los sostuvo y mantiene aún es el petróleo que los subvenciona, que estamos consumiendo pagándoselo a precios que no se merecen, porque no han hecho nada para ganarse esos beneficios, a unos productores fanáticos. Y también mantienen a los talibanes, y a los afganos que España y Occidente tratan de reformar, la incontrolable heroína que destruye a tantos jóvenes de este mundo.
Las torres de Nueva York fueron el síntoma de que una peste negra medieval estaba despertando y disponiéndose a obsorbernos en nombre de Alá aprovechando no su poderío militar, sino nuestra ignorante y ciega cobardía. nuestros vicios y miserias.
La OTAN forzó a la ONU a que aprobara la misión en Afganistán para parar esa eclosión del medioevo.
Por eso, los soldados españoles estaban allí más que para ayudar a los afganos, para protegernos de nosotros mismos.
Y para protegernos de flácidas promesas de pacifismo pasivo: el ministro de Defensa prefiere la muerte, mártir cristiano, a tener que matar, mientras que Zapatero proclama una rendida obsesión de paz infinita que acaba con el poco instinto de autodefensa que le queda a la democracia española.
La débil justificación gubernamental de lo que hacían nuestros héroes conseguirá que muy poca gente que quiera relevarlos.